Relatos




OTRAS HISTORIAS 
MARILUZ CHACÓN
 (Relato elegido para la antología, La librería más bonita del mundo, Editorial Ákaba)




Conocí a Raskolnikov en julio de 1978, con doce años, y desde entonces no nos hemos separado. Lo que más me gustó de él, fue su olor. Nunca entendí sus razones para el crimen, ni su arrepentimiento, aunque eso no ha sido motivo para perdernos el rastro.
El tiempo nos ha llevado por distintas vidas, y mientras él sigue en Siberia, yo he tenido otras muchas historias.

Me gustaba peinarme con el pelo muy tirante recogido en una coleta alta, y me revisaba moviendo la cabeza de un lado al otro delante del espejo, no fuera a ser, que mi resignada abuela me hubiese dejado un solo “bulto” en el pelo. Era un ritual cada mañana. Y aquel día que el muchacho se cruzó en mi camino, fui más insoportable que de costumbre, parece que presentía nuestro encuentro.

Por culpa de aquel pelo tirante, salimos tarde a coger el autobús número doce que nos dejaba en el centro, a pocos metros de la librería. Tuvimos que recorrer toda la calle deprisa, casi a la carrera, porque si “el coche”, como le llamaba mi abuela, llegaba puntual, lo perderíamos. A pocos metros de la parada, nos adelantó el autobús; yo corrí y me situé en la cola para que el conductor esperase a mi abuela, que venía a toda prisa, asfixiada.
Cogí un asiento doble para ir juntas, mientras ella, resollando, pagaba los billetes. Me senté  al lado de la ventanilla, y puse una mano para ocupar el asiento del pasillo. Una vez que se sentó, le di un beso en el brazo para pedir perdón; ella me sonrió, y entonces apoyé la frente en el cristal y vi pasar la calle, la gente, los coches... sin prestarles atención.

Pensaba en el cuento de dragones que dejé el día anterior a medias. En su portada aparecía Ada, una niña que se enfrentaba a Croab, un dragón adolescente un poco loco, que hacía daño a los campesinos sin querer, porque lo único que pretendía era jugar, y cuando se reía, soltaba llamaradas de fuego y arrasaba las lechugas y brócolis del padre de Ada, que eran el sustento de la familia. La niña iba con su madre al mercado cada mañana a vender las pocas verduras que sobrevivían al paso del animal, y nadie las compraba porque estaban chamuscadas. Entonces se le ocurrió un juego donde Croab terminaba en el agua. Estaba impaciente por llegar y leer el resultado.

La librería abría a las nueve. Tenía un escaparate doble, uno a cada lado de la puerta. Me gustaba mirarlos desde fuera por si habían puesto alguna novedad, luego entraba como un torbellino, y me llegaba un olor a libros que todavía recuerdo.
Me encantaba aquel lugar, sobre todo la primera planta. Las paredes parece que no existían, solo las estanterías de madera clara repletas de libros. Los había de todos los tamaños, colores y en diferentes idiomas. Allí subía poca gente, porque era como un almacén.

Mi abuela limpiaba la librería y la casa, también en la primera planta, y que se unía con aquel espacio por una puerta sin pestillos. No recuerdo la casa.
Durante las horas que pasaba allí, me dedicaba a leer y pasear por los pasillos. Una ventana daba a un patio interior, y dejaba pasar una claridad que inundaba el lugar.
De vez en cuando bajaba. Las dos plantas se unían por una escalera de madera a la derecha, ancha, con barandilla solo en el lado que quedaba al aire, en el otro lado, más estanterías.
Allí siempre estaba Pilar que atendía al público. Si no había nadie, leía sentada detrás de una mesa al fondo, de cara a la puerta y de vez en cuando, por encima de la nariz, se empujaba con un dedo sus gafas redondas sin levantar la vista de las letras, y si me descubría cerca, me miraba con una sonrisa enorme, soltaba lo que fuera, y me preguntaba cualquier cosa. A mi me gustaba hablarle de mis amigos, y ella me escuchaba como si aquella charla fuera la más importante del mundo.
Los miércoles el olor de los libros se mezclaba con el de café. Allí se reunía un club de lectura, donde seis o siete personas hablaban sobre libros y revistas. Yo me solía sentar en la escalera y miraba entre los barrotes de la barrandilla. El camarero del bar “Traspiés” traía en una bandeja los vasos humeantes y olorosos.

Aquel día la saludé con un “hola Pili”, ni beso ni nada, y corrí escaleras arriba a buscar el cuento de Ada. No estaba donde lo dejé el día anterior. Pasé por las calles de estanterías a toda prisa, y busqué “libros infantiles”. Alguien lo había colocado en la balda más alta. No llegaba. Comencé a coger libros y ponerlos en el suelo, a ver si podía alcanzarlo. Leía los títulos a la vez que los soltaba despacio para no estropearlos. Por mis pies pasaron volúmenes de poesía, el Quijote, la Celestina...
Llevaba por lo menos diez, me subí y aún faltaba un poco para coger el mío. Si buscaba uno más “gordo” no haría falta poner más.
Me giré y a la altura de mis ojos había uno perfecto. Era rojo con letras blancas, “Crimen y castigo”. Me quedé un rato con él en las manos. En la portada había un hacha blanca manchada de sangre, sostenida en alto por una sombra con forma de hombre. Nada más.
 Lo abrí y leí la primera línea, la segunda, y a la tercera estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en los libros infantiles, las piernas estiradas cruzadas una sobre otra, y conociendo a Rodión Raskolnikov. Y comenzó nuestra vida juntos. Me gustaba como sonaba su nombre.
A la hora de irnos, le pedí a mi abuela que me lo comprara. Ella se sorprendió, nunca había pedido ninguno. Pilar de vez en cuando me regalaba alguno en el que me veía interesada. Bajamos con él, y se lo entregamos para pagarlo; ella lo cogió, abrió la primera página, y le estampó el sello de la librería “Padilla”, lo metió en una bolsa de papel, y se negó a coger el dinero. Las dejé a las dos en plena discusión y salí feliz con mi libro. De vuelta en el autobús, de nuevo la calle, la gente, los coches... y solo existía Raskolnikov.

No podía soportar su hambre, su pena, ni aquella inmunda habitación.
Odié a la vieja, lloré por la hermana muerta de la usurera, sentí pena por Sonia, asco por el chivato y Dunia me rompió el corazón. Y cuando quedaban unas pocas páginas para terminar aquella historia, sentí melancolía, ¿que haría ahora? ¿Quién sustituiría a Rodión? Me olvidé de Ada. Ya no me interesaban los dragones adolescentes ni sus juegos.
Los años de Siberia, en aquel momento fueron igual que una sentencia para mí. ¿Cómo sobreviviríamos? ¿por qué mató a Lizaveta? ¿Cómo pudo? Y después de pensarlo, decidí que la condena solo era por ella, no por la usurera, y así logré que Raskolnikov se quedara conmigo hasta hoy.

    


  Après la pluie
MARILUZ CHACÓN
Ha llovido esta noche. Se ha adelantado el otoño dos semanas sobre el calendario y las calles han amanecido adornadas con pequeños charcos salteados sobre las aceras. En el jardín de enfrente hay algunas rosas tardías, florecidas en esta época para no mojarse los pétalos, rosas de secano, que han aguantado el chaparrón sin inmutarse.


La casa vive en un silencio que intento ocultarme con cualquier pensamiento mientras me ajusto el vestido beig oscuro; me calzo los zapatos rojos de tacón, los que tanto le gustaba a Alberto que me pusiera cuando salíamos los jueves a cenar con sus compañeros. Tomo café en la cocina, de pie, sin mirar más que la taza humeante entre mis manos. Soplo para enfriar el líquido y salir de esta habitación, donde Alberto se ha hecho parte indisoluble del decorado. Aquí no vale susurrar canciones, ni ocultarse tras el maquillaje de la mentira, aún viven presentes mis acusaciones, nuestras peleas y su adiós.

Doblo con cuidado y guardo en el bolso, la carta que he tardado en escribir desde que se marchó hace ya casi un año cuando, sin avisar, recogió cuatro cosas en una maleta vieja marrón, sin ruedas y sin ningún ruido, con el alma agotada, me dejó. He desenredado en cada letra el vacío que siento y el miedo. Desde entonces las noches se han convertido en viejas vecinas chillonas, desdentadas, que me hacen llegar los recuerdos entre siseos, gritos y risas huecas, con la advertencia de que la soledad hiere.


La calle me recibe con un arco iris en el fondo, recuerdo efímero del pasado. Los zapatos rojos se salpican de agua en el primer paso; no me detengo, Alberto me espera y de lejos lo veo. Va con la misma chica, ni guapa ni fea, no lo sé. Calza unos zapatos rojos de alto tacón fino. Sus risas inundan el aire que intento respirar con dificultad. Él sabe que estoy escondida entre los bloques de cemento a la espera de una mirada que no llega. Solo siento la indiferencia que se ha calzado para pisar por mi camino.
Antes de volver sobre mis pasos, abro el bolso y saco la carta para depositarla de nuevo, como cada día, en la papelera de la esquina.



Recuerdo
MARILUZ CHACÓN

Esta tarde he paseado por la vereda del parque. La fuente daba agua de beber a los pajarillo que jugueteaban con ella. El camino amarillo de albero, está ahora cubierto por una capa de verdina debido a que el sol, aunque lo intenta, apenas consigue llegar al suelo porque los árboles han decidido impedírselo.
El silencio solo roto por mis pisadas sobre las hojas secas, que de vez en cuando se arremolinan juntas y roban el verde, dando una mezcla de color dulce, de melancolía.


Y ahí apareciste en mi recuerdo, como una estrella fugaz que cruza el firmamento para dejarse ver por un momento mientras muere.
Jugabas con el barro, tu pelo te adornaba la cara. Dejé que mi voz acariciara el aire con tu nombre, y volviste la mirada, con tu sonrisa blanca de niño, a la vez que apartabas con tus manos un mechón de la frente, y dejabas en ella el rastro oscuro de la tierra mojada. Y yo también volví a ser niña, mientras la tarde caía lenta, y rasgaba mi memoria.
¿Qué haces?, te pregunté mientras intentaba contener las lágrimas. Y me contestaste, “un castillo con soldados y caballos para una princesa”.

Y entonces volví a oír el sonido de la fuente, los pájaros que revoloteaban y de nuevo mis pisadas sobre las hojas. Y la estrella fugaz se perdió en lo oscuro del cielo.
 




Vivir bocabajo
MARILUZ CHACÓN
Me encantaban los parques infantiles,  esos donde había “cacharritos” de hierros. El que más me gustaba era el puente de escalera. Había niños que lo cruzaban haciendo equilibrios, y más de uno acababa por el suelo; a mí me gustaba colgarme de sus barras por las rodillas y para sostenerme, remetía los pies por la barra siguiente, y así me podía pasar toda la tarde, si no fuera  porque mi abuela me decía que se me iría la sangre a la cabeza y el resto del cuerpo no sabría que hacer. Yo le contestaba desde mi mundo bocabajo, que entrenaba para irme a trabajar al circo cuando fuera mayor; y para descolgarme balanceaba el cuerpo hasta que podía sujetarme a algún lugar seguro, lo que conseguía pocas veces y al final tenía que pedir su ayuda, que ya me había ofrecido y yo, desde mi orgullo de futura trepadora de columpios, rechazaba siempre durante los tres o cuatro primeros balanceos.

Al recordar es como si hubiese pasado horas colgada de aquellos hierros, aunque claro, el tiempo al igual que el espacio, cuando eres pequeño se agranda de forma infinita.
Los días eran largos en verano y podías jugar en la calle hasta casi el anochecer, que era la hora en que te hacían acostar en invierno, donde las tardes eran tristes y pesadas, cuando no podías salir por la lluvia y las gotas en los cristales se convertían en la mejor distracción que tendrías ese día, al ver como alguna resbalaba más rápido que otra, y entonces siempre habías elegido la que llegaba antes abajo. No se escuchaban las voces de los niños en la calle, ni sus patinetes viejos dejando la huella imperceptible del tiempo en los rincones, al arañar las aceras con las ruedas desgastadas, sólo el repiqueteo de la lluvia que golpeaba las cancelas.

Las tardes de sol eran bulliciosas  y jugábamos horas y horas, hasta las seis de la tarde, donde todos juntos merendábamos en casa de mi amiga Trini, una niña que formaba parte de una familia de siete hermanos. Con tantos como eran ellos, más los agregados, no había sillas suficientes y nos sentábamos en el suelo alrededor de un pequeño televisor en blanco y negro donde el que estuviera más cerca, tenía que golpear de vez en cuando en uno de los laterales, para que volviera la imagen que se iba casi cada dos minutos. Era un barrio pobre, donde poder comer algo más que pan con mantequilla era un lujo.

No me gustaba el cole, casi como a todos a esas edades y cuando no tenía más remedio que estudiar, decía que para ser trapecista no hacía falta, lo importante era colgarse bocabajo, balancearse y pintarse los labios.
La primera vez que fui al circo tenía cinco años, y allí decidí mi profesión. Aquella mujer vestida de rojo y oro me cautivó. Llevaba una corona de brillo y el pelo negro y largo recogido en un trenzado espectacular. Los ojos pintados de color azul cielo y los labios del mismo color que su ropa.
Antes de subir hacía arriba como si tuviera alas, el hombre que la acompañaba le quitó una capa maravillosa que la envolvía, y dejó al descubierto un ceñido corpiño con unos volantitos rizados, pero nada fue comparable a cuando la vi colgar de aquel trapecio. Cada vez que ella iba de un columpio a otro, yo contenía la respiración y cerraba los ojos muy fuerte, con miedo que cayera al suelo.
El jefe de pista pidió absoluto silencio para el pase final con un triple mortal, tanto el hombre como la mujer necesitaban concentración. Estoy segura que casi no respiré para no hacer ruido, y esta vez no cerré los ojos. La vi volar por el aire como si el tiempo, siempre lento, se hubiese detenido del todo, y allí estaba el hombre, vestido de blanco, con los brazos extendidos para cogerla. Todo el circo rompió en un aplauso enorme con gritos y vítores; me quedé ronca.
Al bajar se deslizó por una cuerda, dio una vuelta a la pista cogida de la mano de aquel hombre, y cuando pasó por mi lado, y ver como la miraba embobada, me guiñó un ojo. Me quedé boquiabierta.
Después vinieron los payasos, osos, caballos, enanos toreros, el hombre bala, que salía disparado de un cañón todo vestido de color gris con un casco muy raro, y el lanzador de cuchillos. Cuando el espectáculo acabó, lo tenía claro, en cuanto pudiera me iría a vivir al circo.

Pasaron los días,  y lo que siempre recordaba y contaba a mis amigos era sobre aquella mujer del trapecio. Para representarla, nos íbamos al parque y me colgaba del puente de hierro para ser igual que ella, y hacia intentos de balanceo que se quedaban es eso, en simples intentos.

Después de unos años, bastantes la verdad, mi vocación de trapecista desapareció y dejó paso a todo lo que nunca había imaginado de pequeña, el trabajo en una oficina y la rutina de desplazarme en coche.
Nunca quise ser una princesa en un cuento de hadas, ni morir por un amor imposible, ni nunca seguí las reglas que marca la sociedad; aunque alguna vez en el secreto de mis pensamientos, me imagino vestida de rojo subida a un columpio en lo más alto de una carpa, con luces que iluminan el techo, viendo la vida desde arriba y bocabajo, a la espera que alguien vestido de blanco, mientras se balancea, me tienda los brazos y me ayude a bajar de este columpio en continuo movimiento.



Re-Generación
MARILUZ CHACÓN
El abuelo murió en el instante que el flash de aquella cámara de fotos soltó el fogonazo, y mi abuela creyó que había sido por aquel maldito invento llegado al pueblo hacía poco. Mamá estuvo vestida de luto cuatro años, hasta el día antes de su boda.

Las dos comenzaron a trabajar en el huerto y salían a vender todas las semanas al mercado de los sábados, con el carrillo de mano. Se turnaban a ratos por las ampollas que les crecían en la piel como si las alimentaran a cada paso.

Cuando nací, sobre la tierra negra de las lechugas, mi madre decidió que yo no pasaría por esas penalidades, y en cuanto tuve edad me envió a estudiar a la ciudad, sin escuchar las supersticiones de mi abuela.

Hoy vendemos las dos, aunque sin ampollas, a través de nuestra página web: "Nuestro huerto en tu mesa". 

                                                                   


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